En plena conmemoración del bicentenario de la lucha de España frente a la invasión de las tropas napoleónicas, no está de más recordar un episodio acaecido en el contexto de los prisioneros españoles retenidos en Francia.
En el Archivo Diocesano de Barcelona se custodia la documentación sobre un caso rocambolesco. Fue protagonizado por el sargento abulense de nacimiento y salmantino de adopción Francisco Mayoral. Un grupo de investigadores del Archivo Diocesano halló el original del proceso de la Inquisición contra el sargento Mayoral en sus dependencias. Durante más de veinte años, el equipo ha investigado todo lo que aparece sobre este personaje en el archivo y el resultado es La Inquisición y el falso cardenal de Borbón, el español que burló al Imperio Napoleónico, una monografía de más de quinientas páginas, publicada en 2005 en la Ciudad Condal.
En el segundo año de Guerra de la Independencia, el sargento primero Francisco Mayoral fue hecho prisionero por los franceses tras la caída de Ciudad Rodrigo (10 de julio de 1810) y trasladado a Francia junto con otros prisioneros, entre ellos doce frailes. Mayoral observó que por el camino no eran pocos los que daban camisas, zapatos y dinero a los religiosos, los cuales en la cárcel recibían un trato especial.
En Pau, fingió estar enfermo y con un alférez se fugó hasta Irún, pero dos españoles al servicio de José Bonaparte los apresaron y devolvieron a Francia. En Bayona respondió a las preguntas del comandante de la ciudad declarando que era franciscano. Fue enviado a prisión y el alférez quedó recluido en un castillo. El carcelero y su mujer obsequiaron a Mayoral con buenos guisados y vino, dando aviso a una monja que dispuso un cuarto separado de las demás celdas y un trato especial, dinero, una sotana y chocolate a la taza por la tarde. Así pasó diez días hasta que junto con veintiséis eclesiásticos fue trasladado a Cahors.
En el hospital de Cahors no dudó en confesar e impartir la extremaunción. Las monjas del hospital le tenían como a un santo, lo que despertó la curiosidad del vicario general. Mayoral repitió al vicario que era fraile y, además, organista y fabricante de órganos. Al vicario se le iluminó la cara al instante: “¿Usted nos querrá arreglar el órgano de la catedral? Yo haré las diligencias para ver si puede quedarse aquí, luego hablaré con el señor obispo para alcanzar su paga y ver cómo hemos de componer todo lo referido”.
El obispo dio su aprobación, asignándole una paga diaria y prometiendo una gratificación al acabar el trabajo. Una vez en la catedral, comenzó a tocar probando todos los registros –el astuto Mayoral sabía interpretar algunas piezas- asegurando que el órgano estaba muy dañado pero que podría repararlo. A continuación pidió 600 reales para comprar herramientas y solicitó permiso para que otro preso del hospital le hiciera de ayudante. Mayoral y su asistente –otro sargento- empezaron a desbaratar el órgano, sin que quedara un solo tubo en pie.
El engaño duró cuatro meses. Viendo el vicario general que el órgano estaba cada vez más echado a perder, llamó a Mayoral para recriminarle que había mentido y causado un gran gasto y que debía marcharse. Cosa que hizo Mayoral pidiendo permiso al comisario de guerra para trasladarse a Brive. El dinero entregado por el Obispo para la reparación fue gastado principalmente en prostitutas y alcohol.
En Brive se presentó al subprefecto diciendo que no se encontraba bien, por lo que fue enviado al hospital. Un barcelonés, interesándose por él, le invitó a acompañarle al palacio de mademoiselle Isella Amabili para una velada. Allí merendó el falso padre franciscano, conversó sobre la guerra e interpretó “algunos valses, contradanzas y una obertura”. El barcelonés se excusó, alegando tener que atender unas ocupaciones y dejó a Mayoral solo con la señora.
A la dama le pareció que tener un sacerdote en su palacio a su servicio sería de mucha más conveniencia y caridad cristiana que dejarlo como detenido en el hospital. Hizo las gestiones necesarias y Mayoral pasó a vivir en el palacio de la Amabili, que le tomó gran afecto y lo colmó de toda clase de atenciones, probablemente también carnales. Un día, a Mayoral se le ocurrió fingir una carta, escrita por él mismo, que simulaba venir de Cádiz para el cardenal Luis María de Borbón, la cual fue leída por la noble dama, quedando ésta tremendamente impresionada. Mayoral le pidió que guardara secreto de que él era el cardenal Luis María de Borbón (primo del rey Fernando VII y presidente de la Regencia, el gobierno patriota español durante la Guerra de la Independencia y con sede en Cádiz).
El resto de los cuatro años que Mayoral pasó en Francia mantuvo esta hábil farsa, engañando a todas las autoridades civiles y militares, llegando incluso a cartearse en una ocasión con la emperatriz María Luisa, archiduquesa de Austria y esposa de Napoleón, y cambiando de lugar en cuanto aparecían fundadas sospechas de su falsedad, bien porque algunos le reconocían como sargento, bien porque otros conocían al auténtico cardenal de Borbón, con el que el sargento guardaba un gran parecido.
En Bourges, ya no pudo Mayoral hacer creíbles sus embustes por más tiempo y en una carreta de bueyes fue conducido a España. El capitán general de Cataluña ordenó su ingreso en la prisión de la Ciudadela de Barcelona. El 6 de diciembre, la Auditoría General del Ejército inició el proceso contra el impostor y el 18 de agosto de 1816 se le denunció al Tribunal de la Inquisición de Barcelona.
El interrogatorio duró unos dos años. Argumentaba Mayoral en su defensa que lo que hizo fue por mofarse de los franceses, que tanto daño habían causado a los españoles, pero el Santo Oficio consideró la falsa administración de sacramentos y las suplantaciones y engaños para obtener dinero. En este país la iniciativa y la audacia nunca fue algo a valorar por parte de la autoridad de turno, sino más bien lo contrario.
Así y todo, Mayoral no recibió tormento, pero debido a la prolongada estancia en una celda insalubre contrajo la tuberculosis. El 6 de octubre de 1818 se le condenó a ser desterrado de la Península por espacio de cuatro años y enviado al hospital de Ceuta, con la obligación de confesar y comulgar durante los mencionados cuatro años en cada una de las grandes festividades litúrgicas. En 1820, con el advenimiento del Trienio Liberal, la Inquisición quedó disuelta y todos sus presos liberados. Mayoral, misérrimo, decepcionado y enfermo abandonó la prisión y ahí se pierde su pista...
¿Lograría volver a Salamanca donde esperaría reunirse de nuevo con su familia? No lo sé, pero rastreando los libros de difuntos de las parroquias de Salamanca me encontré con esto:
En los veintiséis días de el mes de enero de 1822 di sepultura eclesiástica a un hombre, por orden de la justicia real, que murió de repente y sin ser visto en casa de Antonio Parro, casa de posada; dixeron llamarse Francisco y ser del lugar de las casas del Sapo de este obispado; sin dar más razón de él en dicho mesón. Y para que conste lo firmo ut supra. Joseph Antonio Muñoz, cura párroco de la parroquia de Santiago de Salamanca.
¿Es posible que este hombre que muere en enero de 1822 en una posada salmantina sea Francisco Mayoral? Desde luego, lo que sí sabemos es que, si Mayoral logró llegar a Salamanca, aquí no encontró ni a su esposa ni a su padre, que habían muerto durante sus años de cautiverio en Francia y luego en España.
Las memorias de Mayoral se publicaron años después de finalizado el conflicto pero durante casi doscientos años se ha creído que esas memorias eran una ficción de corte picaresco. En el año 2008 la editorial Espuela de Plata (Sevilla) las ha vuelto a publicar en su colección "Vidas Pintorescas" con un interesantísimo estudio introductorio de Fernando Durán López.