lunes, 18 de enero de 2010

"Una tumba en Dinamarca" por Arturo Pérez Reverte

PUBLICADO EN LA REVISTA XL SEMANAL DEL 17 DE ENERO DE 2010

Soldado y Oficial del Regimiento de Caballería Algarve.

Desde hace doscientos dos años, en un lugar perdido de la costa danesa frente a la isla de Fionia, donde siempre llueve y hace frío, hay una tumba solitaria. Tiene una cruz y dos sables cruzados sobre una lápida, y está pegada al muro del cementerio de San Canuto, en Fredericia. De vez en cuando aparece encima un ramo de flores; y a veces ese ramo lleva una cinta roja y amarilla. Esto puede llamar, tal vez, la atención de quien pase por allí sin conocer la historia del hombre que yace en esa tumba. Por eso quiero contársela hoy a ustedes.

Se llamaba Antonio Costa, y en 1808 era capitán del 5.º escuadrón del regimiento del Algarbe: uno de los 15.000 soldados de la división del marqués de la Romana enviados a Dinamarca cuando España todavía era aliada de Napoleón. Después del combate de Stralsund, la división había pasado el invierno dispersa por la costa de Jutlandia y las islas del Báltico. Al llegar noticias de la sublevación del 2 de Mayo y el comienzo de la insurrección contra los franceses, jefes y tropa emprendieron una de las más espectaculares evasiones de la Historia. Tras comunicar en secreto con buques ingleses para que los trajesen a España, los regimientos se pusieron en marcha eludiendo la vigilancia de franceses y daneses. Por caminos secundarios, marchando de noche y de isla en isla, acudieron a los puntos de concentración establecidos para el embarque final. Unos lo consiguieron, y otros no. Algunos fueron apresados por el camino. Otros, como los jinetes del regimiento de Almansa, recibieron en Nyborg la orden de sacrificar sus caballos, que no podían llevar consigo; pero se negaron a ello, les quitaron las sillas y los dejaron sueltos: medio millar de animales galopando libres por las playas. En Taasing, viéndose perseguidos por los franceses y cortado el paso por un brazo de mar que los separaba de la isla donde debían embarcar, algunos del regimiento de caballería de Villaviciosa cruzaron a nado, agarrados a las sillas y crines de sus caballos. De ese modo, cada uno como pudo, aquellos soldados perdidos en tierra enemiga fueron llegando a Langeland, y 9.190 hombres –sólo unos pocos menos que los Diez Mil de Jenofonte– alcanzaron los buques ingleses que los condujeron a España; donde, tras un azaroso viaje, se unieron a la lucha contra los gabachos.

Como dije antes, no todos pudieron salvarse: 5.175 de ellos quedaron atrás, en manos de los franceses. Algunos terminarían alistados forzosos en el ejército imperial, en la terrible campaña de Rusia –a ellos dediqué hace diecisiete años la novelita La sombra del águila–. Otros se pudrieron en campos de prisioneros, o quedaron para siempre bajo tres palmos de tierra danesa. El capitán Antonio Costa fue uno de ésos. A causa de la indecisión de sus jefes, el regimiento de caballería del Algarbe perdió un tiempo precioso en emprender su fuga hacia la isla de Fionia, donde debían embarcar. Por fin, cuando Costa, un humilde y duro capitán, tomó el mando por propia iniciativa, desobedeció a sus superiores y se llevó a los soldados con él, ya era demasiado tarde. En la misma playa, casi a punto de conseguirlo, el regimiento fugitivo vio bloqueado el paso por el ejército francés, con los daneses cortando la retirada. Furioso, el mariscal Bernadotte exigió la rendición incondicional, manifestando su intención de fusilar a los oficiales y diezmar a la tropa. Entonces el capitán Costa avanzó a caballo hasta los franceses y se declaró único responsable de todo, pidiendo respeto para sus soldados. Luego, no queriendo entregar la espada ni dar lugar a sospechas de que había engañado o vendido al regimiento llevándolo a una trampa, se volvió hacia sus hombres, gritó «¡Recuerdos a España de Antonio Costa!» y se pegó un tiro en la cabeza.

Así que ya lo saben. Ésta es la historia de esa lápida pegada al muro del cementerio de San Canuto, en Fredericia, Dinamarca. La tumba solitaria de uno que quiso volver y pelear por su patria y su gente. Reconozco que eso no suena políticamente correcto, claro: pelear. Esa palabra chirría. Tan fascista. Nuestra ministra de Defensa habría criticado, supongo, la intransigencia dialogante del tal Costa –maneras autoritarias y poco buen rollito, misión que no era estrictamente de paz, gatillo fácil–; y monseñor Rouco, nuestro simpático pastor de ovejas, su falta de respeto a la vida humana, empezando por la propia, incluido un serio debate sobre si, como suicida, tenía derecho a yacer en tierra consagrada, o no lo tenía –igual hasta era partidario del aborto, el malandrín–. Lo mío es más simple: el capitán Costa me cae de puta madre. Su tumba solitaria me suscita un puntito de ternura melancólica. Ese cementerio lejano, frente a un mar gris y extranjero. Por eso hoy les cuento su vieja, olvidada historia. Por si alguna vez se dejan caer por allí, o están de paso por las islas del Norte y les apetece echar un vistazo. A lo mejor hasta tienen unas flores a mano.

martes, 5 de enero de 2010

Memorias de un prisionero de guerra inglés


El historiador Manuel Moreno Alonso, especialista en el periodo napoleónico y biógrafo de José Bonaparte, ha preparado la edición de las memorias del general inglés Andrew Thomas Blayney, apresado por los franceses en Andalucía y que, como preso, recorrió toda la España ocupada de sur a norte en 1810.

En el bicentenario de los hechos que relata, «España en 1810. Memorias de un prisionero de guerra inglés» (Renacimiento) es el título de este libro que en su época alcanzó una enorme popularidad, ya que, según sus editores, «no deja de ser un tipo de libro de viajes y de aventuras en el que se encuentran interesantes observaciones sobre España y los españoles durante la guerra».

Estas observaciones no se ven libres del tópico, como señala en esta edición Moreno Alonso, al referirse a cómo el general inglés, cuyo «mediano conocimiento de la lengua española le permitió captar en directo aspectos y detalles de los españoles que le dan a su relato una indudable autenticidad», creyó que las tropas españolas no combatían los domingos.

Blayney describe la acción de Fuengirola (Málaga), en la que cayó prisionero y en la que, entre los días 12 y 15 de octubre de 1810, una pequeña guarnición de polacos, a las órdenes de los franceses, contuvo a un ejército hispano-luso-germano-británico mucho mayor al mando del propio Blayney.

El general inglés describe el sitio de Cádiz tras la caída de Sevilla en manos francesas en enero de 1810, cuenta cómo campesinos armados hicieron retroceder a las águilas napoleónicas en la Serranía de Ronda y el «gran descontento» de la ciudad de Málaga tras ser ocupada por los franceses. Igualmente detecta Blayney la desconfianza que los ingleses suscitaban entre los españoles.

domingo, 3 de enero de 2010

Novedades en el Sitio Histórico de Los Arapiles



Se han colocado nuevos carteles señalizadores del Sitio Histórico de Los Arapiles. Hay uno junto al Arapil Chico y otro en la entrada oeste del pueblo de Arapiles. Además se ha habilitado una zona para que los autobuses puedan parar junto al Arapil Chico y se ha acondicionado una senda para poder ir caminando desde el pueblo de Arapiles hasta el Arapil Chico sin tener que ir por la carretera.