Ya estamos de nuevo en junio y supongo que, una vez más, Salamanca dará la espalda a su historia y nadie se acordará de las efemérides de la entrada de Lord Wellington en la ciudad y del asedio de los Fuertes de San Vicente, San Cayetano y La Merced allá por el año 1812.
El mismo día en que se clausure el 5º Festival Internacional de las Artes de Castilla y León, el 13 de junio, algunos raritos estaremos pensando en que se cumplen justamente 197 años desde que Wellington cruzó el río Águeda con su ejército compuesto de unos 50.000 británicos, portugueses, alemanes y españoles. Aquello sí que fue un festival internacional... Y supongo que un tema que entra dentro del ámbito de la Cultura... ¿O no?
A continuación os dejo mi recordatorio de cómo se inició la conocida como Campaña de Salamanca en el año 1812, un fragmento extraído de mi libro LOS ARAPILES 1812. LA CAMPAÑA DE SALAMANCA. Con esto no creo que ya nadie tenga dudas al respecto de por qué Wellington tiene un medallón con su busto esculpido en la Plaza Mayor de Salamanca.
[...] Los últimos éxitos de Wellington -la toma de las ciudades fortificadas de Ciudad Rodrigo en enero y de Badajoz en abril- habían logrado acallar cualquier crítica en sus filas. También habían exacerbado, probablemente, los celos de los generales españoles (que veían cómo un extranjero, y además inglés, les estaba haciendo el trabajo que ellos se veían impotentes para llevar a cabo) y convencido al gobierno británico de que merecía la pena mantener el ejército expedicionario en la Península Ibérica, y eso a pesar de la sangría económica que esto suponía. Una vez que Wellington se había asegurado de que el Ejército francés de Portugal comandado por el mariscal Marmont tuviera el máximo de dificultades para ser reforzado por unidades de cualquiera de los otros ejércitos franceses que operaban en España, todo estaba listo, y el ejército aliado ya estaba reunido en la comarca de Ciudad Rodrigo. Los aliados cruzaron el río Águeda el 13 de junio de 1812 en tres columnas. Siguiendo carreteras paralelas, iniciaron la marcha hacia el este, hacia Salamanca, donde el duelo con Marmont terminaría algo más de un mes más tarde en una gran victoria aliada que, por entonces, pocos podían imaginar. Al finalizar la primera etapa en la marcha hacia Salamanca, la columna del centro alcanzaba Bocacara, mientras que la de la derecha llegaba a Tenebrón, y la de la izquierda a Sancti Spiritus. El día 14, todo el ejército se concentraba sobre el río Huebra, con el centro en San Muñoz. El cuartel general alcanzaba Cabrillas ese mismo día. El día 15, la vanguardia del ejército avanzaba hacia Robliza de Cojos, precediendo al Estado Mayor, que pernoctó en Aldehuela de la Bóveda en esa jornada. Mientras tanto, la columna derecha alcanzaba Matilla de los Caños y la izquierda Tabera. No se veía a los franceses por ninguna parte, hasta que el 16 de junio, cuando la vanguardia acababa de cruzar el arroyo Valmuza, aparecieron dos escuadrones de caballería francesa apoyados por fuerzas de infantería que llevaban dos semanas apostadas en los pueblos de Tejares y Doñinos. Se trataba de la división de caballería ligera de Curto y del 17º de infantería ligera. El 1º de Húsares de la Legión Alemana del Rey se lanzó contra el enemigo, mientras el 14º y el 11º de Dragones Ligeros británicos intentaban desbordar por ambos flancos a los escuadrones franceses. Curto rehuyó el combate y se retiró al otro lado del Tormes, y solo una pequeña retaguardia mantuvo una breve escaramuza con la caballería aliada para, finalmente, retirarse. En ese momento, el ejército de Marmont se encontraba todavía disperso. Solamente dos divisiones de infantería (la de Maucune y la de Taupin) y la división de caballería de Curto se encontraban en los alrededores de la capital. Marmont ordenó a todas las divisiones reunirse a la mayor brevedad en Fuentesaúco, a unos treinta y cinco kilómetros al norte de Salamanca. Dejó tropas para defender el paso del río Tormes a través de Alba y marchó para ponerse al frente del Ejército francés de Portugal, de nuevo reunido, con la única excepción de la división de Bonnet, ocupada en la lucha antiguerrillera en Asturias. Pero Salamanca no había quedado, ni mucho menos, libre de tropas francesas. Marmont había dejado una guarnición de ochocientos hombres repartidos en tres fuertes, que con sus cañones dominaban el paso del puente romano sobre el río Tormes. Desde su llegada a Salamanca a comienzos de 1809, los franceses se habían planteado la construcción de una ciudadela o recinto fortificado. De este modo se asegurarían el dominio de la ciudad, aun cuando la campaña de Portugal les obligase a dejar una pequeña guarnición que sería necesario proteger del ataque de las guerrillas o de un posible levantamiento popular hasta que pudieran recibir refuerzos. El ejército aliado cruzó el Tormes por los vados de El Canto y de Santa Marta, a pocos kilómetros al norte y al sur de Salamanca. La Sexta División anglo-portuguesa entró en la ciudad el día 17 de junio, con Wellington al frente y escoltado por un escuadrón del 14º de Dragones Ligeros. El recibimiento que los salmantinos dieron a Wellington fue apoteósico:
Lord Wellington entró en Salamanca a eso de las diez de la mañana; las calles estaban abarrotadas de gente completamente entusiasmada, todo era felicidad. Era día resplandeciente, que mostraba toda la exhuberancia del clima del sur. Unos cincuenta oficiales del Estado Mayor acompañaban al general británico. Iban seguidos por el 14º de Dragones y una brigada de artillería. En la calle no cabía un alfiler; desde los balcones, la gente nos mostraba su cariño y su entusiasmo; la entrada en la Plaza Mayor fue parecida al paso por un arco triunfal: cada ventana y cada balcón estaban abarrotados de gente dándonos la bienvenida y agradeciéndonos su liberación. Al mismo tiempo, la Sexta División de infantería entró por el ángulo suroeste de la Plaza. Es imposible describir el efecto que esto produjo en todos los presentes. Cuando la banda del regimiento comenzó a tocar, la multitud gritó como posesa. Todos estábamos ebrios de triunfo. Los habitantes de Salamanca enloquecían. Un par de damas me cogieron cada una de una mano, algo que me pareció de lo más romántico. Mi Rocinante bajó la cabeza en busca de comida, creo que no había comido nada desde hacía mucho tiempo. Las señoras, vestidas de seda negra, no dejaban de preguntarme cosas, aunque yo apenas las entendía. Me encantan estas mujeres campesinas. Se las veía muy sanas y con una buena constitución, con ojos negros, labios encarnados y pies pequeños. Llevaban enaguas rojas, amarilla y azules. Poco después ascendí a la torre de la Catedral para echarle un vistazo a los fuertes. Desde allí se podía ver el interior de los mismos, y me di cuenta de que se les podría acosar con fuego de fusilería desde ese punto. Bajé a unirme a las celebraciones y disfrutar del maravilloso ambiente. La ciudad se iluminó y la música no dejó de sonar durante toda la noche. En la calle, las alegres muchachas españolas bailaban y tocaban las castañuelas. La luz refulgía en las bayonetas de los fusiles que se habían apilado en la Plaza Mayor, rodeados por los soldados de la Sexta División, muchos de los cuales estaban destinados a morir a unas pocas yardas de distancia de esa escena fascinante. (Cooke)
EL ASEDIO DE LOS FUERTES DE SALAMANCA
A pesar de las celebraciones, las dificultades surgieron enseguida para Wellington. Había que tomar los fuertes a toda costa, pero no se disponía ni de los cañones adecuados ni de la cantidad necesaria de munición para llevar a cabo un asedio en toda regla. Por una vez, la información que le habían dado sus espías estaba equivocada: los conventos estaban fuertemente fortificados y para nada serían fáciles de tomar. Además, Marmont, con cinco de sus divisiones ya reunidas en Fuentesaúco y con las de Foy y Thomières a un día de marcha, avanzó hacia Salamanca con la intención de levantar el sitio de los fuertes. Wellington había dispuesto su ejército al norte del Tormes, en las alturas que se extienden desde la ermita de Nuestra Señora de El Viso hasta Cabrerizos. Al atardecer del día 20 de junio, Marmont se situaba muy cerca de la posición británica en los altos de San Cristóbal. En la mañana del 21 de junio, Wellington perdió una oportunidad de oro para atacar al ejército francés, que solo disponía de cinco divisiones y estaba desplegado en una llanura al pie de una formidable posición defensiva ocupada por los aliados. Esa tarde, las divisiones de Foy y Thomières se incorporaron al ejército francés, con lo que las fuerzas de los dos ejércitos se equilibraron. El día 22, al amanecer, Wellington ordenó a los regimientos 51º y 68º y a los escaramuzadores de la Brigada Ligera de la Legión Alemana del Rey que atacaran a los piquetes franceses del 25º Ligero, que situados en una altura que domina el pueblo de Moriscos por el sur, en el ala derecha aliada. La pequeña fuerza aliada sufrió unas cincuenta bajas para desalojar a los franceses de ese punto. Los días siguientes pasaron sin grandes sobresaltos, y Marmont terminó retirándose, estableciendo el día 23 una fuerte posición en Aldearrubia. La noche del 23 de junio, Wellington ordenó que se tomaran al asalto los fuertes de San Cayetano y La Merced, después de apenas seis días de asedio. No fue una buena decisión. Esta vez Wellington se equivocaba al pensar que la gallardía de sus tropas podría compensar otras deficiencias tales como la falta de artillería adecuada o las escasas labores de zapa. Las compañías ligeras de las brigadas de Hulse y de Bowes (unos cuatrocientos hombres de los batallones 2.º, 1/11º, 1/32º, 1/36º 2/53º y 1/61º) serían los encargados de escalar los muros de las dos fortificaciones, tarea que no entusiasmaba precisamente a los soldados, que hubieran preferido esperar hasta que los fuertes hubieran estado más “maduros” para el asalto. Las tropas al asalto transportaban doce escaleras, y enseguida empezaron a sufrir bajo el fuego de artillería proveniente del frente (San Cayetano) y desde la retaguardia (San Vicente) Muchas escaleras, construidas con madera verde y atadas de forma inapropiada, se rompieron en pedazos antes de que se alcanzara el objetivo, y solamente dos de ellas se pudieron colocar contra la muralla. El capitán John Owen, del regimiento 61º se encaramó a la muralla de San Cayetano, pero un disparo en el brazo izquierdo y otro en el hombro le hicieron caer al foso. Nadie más intentó escalar las murallas, y el ataque terminó siendo un absoluto fracaso, con más de ciento veinte muertos y heridos, entre ellos el general Bowes, que, a pesar de haber sido herido en los primeros momentos del asalto, insistió en reincorporarse al combate en el que encontraría la muerte, confiando en que, con su ejemplo, empujaría a sus soldados a realizar lo imposible. Al anochecer se declaró una tregua, los muertos y heridos se retiraron y los soldados británicos heridos recibieron cuidados médicos en un hospital en el interior de uno de los fuertes. Mientras se esperaba a que llegara la munición necesaria para proseguir con el bombardeo de los fuertes, se cavó una trinchera de aproximación desde una de las baterías hacia el suroeste. Serviría para que los Rifles dispararan sobre los cañones de San Vicente, que se podían ver desde ese lado. Se comenzó a trabajar en otra trinchera que discurriría a lo largo de lo que hoy se conoce como la Vaguada de la Palma, hasta San Cayetano. Allí se situó un piquete de soldados para evitar la comunicación con San Vicente. La guarnición de los fuertes se dio cuenta de las intenciones de los asaltantes y dispararon contra éstos, infligiendo muchas bajas. Pero los trabajos de excavación siguieron adelante, y el día 26 de junio se alcanzó la vieja muralla de la ciudad. Esto permitió que varios piquetes de soldados se pudieran situar en algunos edificios en ruinas, impidiendo la comunicación entre los dos fuertes menores y el principal de San Vicente. La munición llegó por fin la mañana del 26, y los cañones y obuses, que se habían retirado para evitar su destrucción mientras estaban inactivos, se colocaron de nuevo en las baterías. Los cañones seguirían batiendo San Cayetano, mientras que los obuses lanzarían bola roja (balas de cañón calentadas al rojo vivo) con la intención de incendiar el tejado de San Vicente, que los defensores no habían tenido tiempo de cubrir con arena. Al mediodía comenzaron los disparos y, antes del ocaso, San Vicente estaba en llamas en distintos puntos. Con gran esfuerzo, la guarnición consiguió extinguir los fuegos. Dos cañones de seis libras y un obús de bronce se trasladaron a la batería situada en el convento de San Bernardo, con la intención de poner en jaque a la artillería francesa. Esa noche se intentó construir una trinchera de aproximación alternativa desde el Colegio de Cuenca hasta San Cayetano, para así poder colocar una mina que destruyera las murallas del fuerte, ya que con la artillería parecía imposible abrir una brecha. Desde el sur también se realizaron trabajos de minado del fuerte de La Merced. La excavación de estas trincheras de aproximación se realizó con rapidez, gracias a la protección que ofrecía el terreno del fondo de la vaguada y por la escasa resistencia que oponía la piedra arenisca, en la que se podía cavar con facilidad. Al amanecer del 27 de junio, las baterías reanudaron el fuego, causando una gran destrucción. Por fin se había conseguido abrir una brecha practicable en San Cayetano, y San Vicente estaba envuelto en llamas. No había tiempo que perder. Las tropas ya estaban en posición en la vaguada, justo debajo de San Cayetano, preparadas para llevar a cabo el asalto cuando, de pronto, apareció una bandera blanca ondeando sobre el edificio. El comandante francés ofreció la rendición de San Cayetano y La Merced, pero antes debía consultar con su superior al mando del fuerte de San Vicente, por lo que solicitaba una tregua de dos horas. Wellington le dio cinco minutos para rendirse, después de lo cual podría abandonar el fuerte con todas sus posesiones y con la garantía de que nadie le haría daño. El oficial francés, temiendo quizás la venganza de Napoleón contra todo oficial que rindiera una fortificación antes de que ésta fuera asaltada, se negó, por lo que se le pidió que arriara la bandera blanca, ya que el asalto era inminente. Entonces, el comandante de San Vicente ofreció la rendición en tres horas. Pero Wellington, pensando acertadamente que era una estratagema para ganar tiempo y así lograr apagar los fuegos que consumían el fuerte, le concedió cinco minutos, después de los cuales la artillería volvió a abrir fuego. Los soldados británicos penetraron por la brecha abierta en San Cayetano, mientras que las murallas de La Merced se superaron por medio de escaleras. El 9º de Caçadores, que estaba oculto en la vaguada y en los edificios cercanos, corrió hacia los muros de San Vicente, pero, esta vez, la guarnición no ofreció resistencia y el asedio llegó a su fin. Unos días después, algunos soldados españoles vigilaban los barriles de pólvora que los franceses habían almacenado en los fuertes y que se iban a transportar a Ciudad Rodrigo. La negligencia de estos soldados iba a completar la destrucción de parte del patrimonio monumental de Salamanca:
Me desperté cuando mi ventana se hizo añicos y enormes trozos de piedra comenzaron a caer sobre el tejado. Al principio pensé que los franceses habían vuelto a la ciudad, pero resultó ser que un centinela español se había puesto a fumar al lado de unos barriles de pólvora. La explosión destruyó las casas en cien metros a la redonda, y enterró bajo los escombros a todos sus habitantes. Toda la ciudad tembló. Yo estaba a unos quinientos metros del lugar de la explosión y me acerqué a ver los daños. Sacaron unos cuarenta o cincuenta muertos de debajo de los escombros, hombres, mujeres y niños. (Glover)
Esta entrada viene acompañada por un grabado de la Batalla de Salamanca publicado en 1812 cuyo autor es Henri L'Eveque.